La calle se extiende sobre un lecho óseo a uno y otro lado de un pueblo deformado por el calor.
Endell niega chasqueando la lengua, argumentando el cañón de un revólver amartillado.
Al otro lado del arma, un tipo espigado alza las manos y acuchilla una sonrisa en respuesta.
Señala hacia arriba el del revólver y dispara un par de salvas con la mirada.
Suspira el espigado y emite un silbido breve e intenso. Tras lo cual, de una de las ventanas del hotel, asoman dos manos y un rifle.
Asiente el del revólver y marca un leve ademán con el cañón del arma.
Rebusca el tipo espigado y saca una estrella de latón del bolsillo.
Los dientes del del revólver asoman en la curvatura tosca de unos labios finos y reptilianos.
Cruza la estrella de uno a otro, hasta acabar en la mano de Endell, quien mueve el cañón hacia el lado, mostrando una de las salidas del pueblo.
El espigado hace ademán de ir a por su montura, pero de nuevo el chasquido del revólver le niega la opción. Adivina entonces, en los dos ojos entornados, el placer de verle alejarse… andando.
Y mientras se desvanece el recuerdo hacia el horizonte, alza el tipo del revólver, ahora estrellado, ambas manos hacia el cielo. Amartilla el arma y, sin soltar palabra, invoca un solo disparo que rasga el silencio de parte a parte del pueblo… nadie responde.
Todas las ventanas guardan en su interior, ocultas tras las cortinas, sombras que limitan sus esperanzas a que la cosa no vaya a más. Porque aquel que parecía el mejor candidato, aquel a quien nadie osaría plantarle cara, aquel que había de salvarlos de todo mal… había regresado para quedarse.