Era lo que hacía falta en Yellowpike. Lo único que podía hacer de aquel infierno poblado de bandidos, un lugar decente. Alguien que supiera qué decir. Alguien con las cosas claras, sin miedo a actuar.
Era alto, severo, de sombrero liso y rostro anguloso. Caminaba con la placa de sheriff en el bolsillo de la camisa y solo la sacaba cuando tocaba actuar. En poco tiempo segó con balas un buen puñado de malas almas tan buscadas que no hubo juez que investigará su defunción.
Y el pueblo respiró por primera vez. Volvieron las sonrisas, los negocios, los paseos por la calle y llegaron los agradecimientos al héroe.
A los primeros, les siguieron delincuentes menores, que jugaban al margen para escapar y volver a las andadas, les acompañaba hasta la salida del pueblo, forzando los huesos de aquellos que no la encontraran.
Y la gente de Yellowpike estuvo tranquila; y así se lo agradecieron a su héroe: saludos por la calle, alzadas de sombrero y ofrenda del mejor sitio del saloon.
El último gran duelo fue con un peligroso forajido: un tipo extraño que llegó una noche de tormenta. El héroe actuó de nuevo, mortal y certero; el pobre diablo no tuvo ni tiempo de desenfundar.
Y llegó por fin la calma.
Entonces, algunos desagradecidos olvidaron cómo estaban las cosas antes y comenzaron a quejarse. Una vez acabada la amenaza, empezaron a ver cómo se paseaba el héroe por Yellowpike, todo lo que podía hacer y cuánto le habían ofrendado. Veían con malos ojos la lujosa silla del saloon, el extravagante caserón en el que se alojaba, los regalos, la generosidad acordada y la deferencia que todo aquel debía tener al cruzarse con él. Algunos, en definitiva, no acababan de entender en qué se había convertido todo… y así lo hicieron saber.
Fue entonces cuando aquel ser de sombrero liso y rostro anguloso se fijó en aquellas gentes. Y gran parte del pueblo le siguió.