—Lo sabrás cuando llegue el momento, —dijo el viejo.
Y pensó que llegaría de forma clara, acompañado de sed de justicia, paso firme y seguro y un ansia irrefrenable.
Pero no, fue un salto al vacío, una huida hacia adelante, permitiendo al nervio doblegar el frío metal.
Ni siquiera llegó a pasar mucho tiempo; apenas unos días después de aquella charla, cuando a uno de los bravucones de turno se le mudó el rostro embriagado y algo en su semblante reprodujo el frío tono de la muerte.
Definitivamente, el viejo tenía razón. Supo cuándo era el momento, aunque más su cuerpo que él: el primero tomó las riendas y envió el plomo y todo su terror, con mortal precisión, hacia aquel pobre diablo que, a buen seguro, hubiera hecho lo mismo.
¿Después?
Bruma en el rostro, calor encendido, alivio y, finalmente… preguntas. De esas que no tienen respuesta. De las que ni el otro ni el yo acallan. De esas que hay que dejar atrás y seguir hacia adelante.
Y decidir si cambiar la senda o continuar andando sobre muertos.