Jordi contreraS

Evoco contextoS

Perdidos

Llenó los dos cartuchos y se encontró tan extraño como si se hubiera puesto al mando de una locomotora.

Al cerrar la escopeta el clac le sorprendió, extrañamente limpio y claro. Amartilló con ambos pulgares y sintió aterrador el daño potencial. Pese a todo, recogió el índice y cosechó la resistencia de dos gatillos. Estalló la pólvora y un humo blanco llenó el espacio; entre la niebla quemada, adivinó el enjambre de plomo estrellándose con todo lo que encontrara a su paso.

Ese día se sintió libre.

Y no fue por causar la muerte ni siquiera por herir de gravedad o de casualidad, ya que de todos los insectos plúmbeos no hubo ni uno que consiguiera morder carne. Al encabritarse, el arma giró hacia un lado y vomitó su carga al horizonte, respetando a los bandidos que prefirieron no quedarse a probar suerte.

Ese día, Lee Ferdinand Skyline fue libre porque ya no le quedaba nada del raciocinio civilizador encima. En aquel viaje, todo cuanto se sustentaba de las ciudades de los hombres, había caído.

Desde que se perdieron en las escarpadas crestas del Mineetah.

Desde que les abandonó el conductor y, unas pocas millas antes de entrar en territorio apache, lo hiciera también el vigilante.

Desde que el trabajador del ferrocarril, que iba a ver a su novia en Wichita, decidió la forma más óptima de repartir lo poco que tenían.

Desde que el terrateniente sureño consiguió recuperar el equipaje del obrero.

Desde que la corista se arremangó la falda y, con un par de troncos cruzados, consiguió sacar del lodo la diligencia.

Desde que la Srita. Winnifred se dedicó a cocinar para todos con lo que había en el camino, tal y como lo hiciera su abuela al llegar a las tierras que ahora llamaban civilizadas.

Desde que el joven Jim se puso delante para reconocer el terreno por el que, más tarde, pasarían todos.

Solo él, Lee Ferdinand Skyline, permanecía anclado al anhelo de la gente competente, de la especialización conectada, del cada cual sabe lo suyo: los engranajes de la máquina; y hacía lo que fuera para sobrevivir con la esperanza de volver a ello.

Solo él, hasta que se vio obligado a disparar aquella escopeta para, acto seguido, jurar todo lo jurable, pasar el arma al terrateniente y tomar las riendas de lo que sin duda sería su nuevo destino allá en el oeste.

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