—¡Solo tenéis que acercaros!
Seca y grave, resonaba el recuerdo de la voz del sheriff en su cabeza.
—¡Está solo y gravemente herido; no le quedan salidas ni fuerzas! ¡Así que solo nos queda darle caza! ¡No tiene escapatoria!
Hablaba de pie en el porche, a voz fuerte y garganta enrojecida.
—¡No quiero riesgos! Disparad primero y después disparad un poco más, hasta que salten las tablas de ese cuchitril y veáis su sangre por el suelo. Si lo hacéis así, no correréis ningún peligro.
Volvían una y otra vez las mismas palabras. Volvía la imagen de los dos primeros que cayeron al dirigirse a la cabaña. E instantes después, la del tercero que recibió un balazo, justo desde el lado opuesto, en la espalda y los otros dos que encontraron la muerte al intentar cambiar de cobertura.
Y rebotaba el eco de los disparos junto al recuerdo de salir corriendo de aquel infierno y meterse en la maldita cabaña en busca de lugar seguro.
“Si lo hacéis así, no correréis ningún peligro.” Repetía él mismo, una y otra vez, mientras vigilaba entre las tablas la figura tambaleante, acercándose con sombrero recto, revólver en mano, y empezaba a amartillar el arma.