Entró como si no hubiera nadie.
Caminaba entre las mesas a paso calmado; ausente, como si estuviera a millas de distancia de cualquier ser vivo. Su rostro era un glaciar: impasible, pálido, estático, frío y afilado.
Arriba a la barra y señala una de las damajuanas que descansan en los viejos estantes. Asiente el barman en respuesta y señala dos dedos de cantidad necesaria.
Tras el gorgoteo de catarata de ámbar, sube el vaso en ascendencia rígidamente vertical, hasta verter su contenido.
Desde atrás surge un zarpazo de voz, una suerte de gruñido amenazante. El glaciar abre una de las manos y suelta en caída libre el vacío cristal. Con el quebrado brillante contrasuelo, trueno de pólvora compacta y sibilante plomo encendido, regresa el gruñido en agudo y se apaga.
Silencio.
Una de sus manos adormece el revólver y desenfunda dos monedas. La otra se apoya en la barra y genera la fuerza necesaria para zarpar.
De nuevo, ajeno a todo, flotaba hacia el exterior a paso calmado.
Y lo vieron salir: impasible, pálido, estático, frío, afilado… glaciar. De nuevo ausente, más muerto en vida, que el cadáver que dejaba atrás.