Colocaron en inicio fibras secas de interior de corteza e hicieron una maraña ahuecada con ellas.
Pusieron pequeños palos alrededor en forma de pirámide: finos y leñosos, de recia y rasposa madera gris.
Rompieron ramas más grandes, volaron astillas y el olor a resina fecundó el ambiente. Una a una fueron situándolas en cuadrado: ancho en base, se estrechaba al acercarse al cielo, hasta que solo sobresalió una pequeña parte de la pirámide.
Entonces chocaron las piedras y hierro y magnesio engendraron la chispa: cayó el inicio incandescente que alentaron sobre lecho de yesca.
Cuando comenzó a latir entre el humo, lo llevaron hasta su nido.
Allí volvieron a insuflar aire y el humo surgió de nuevo: fino hilo, junto al crepitar.
Entonces apareció la primera llama: enhiesta y entera. Apoyándose, levantándose, trepando por la maraña hueca.
Y se extendió por todos lados, expandiendo color y calor.
Pronto surgieron más llamas que, unidas en la base, bailaban libres sobre la madera. Acariciaban, mordían y lamían; invocando destellos rojos y blancos en lo que antes era inerte.
Y creció en fuego. Tronó en potente crepitar al llegar a los troncos. Agrandando, brillando con fuerza, alzándose sobre todo; restallando espirales que enviaban estrellas al cielo nocturno.
Ilumina y calienta, templa los huesos y hace palpitar la piel, apartando a quienes lo crearon.
Porque devora, quiebra, prende y abrasa; mostrando imágenes en movimiento que jamás se repetirán.
Arde alto y magnífico en su cima, con el poder del secreto de un dios…
Hasta que sucumbe la madera que lo sustenta, quebrándose en cenizas y carbón. Y emite sus últimos rescoldos ante el nuevo amanecer: exhausto, feliz, sosegado; sabiendo que nada puede brillar tanto como lo que tiene principio y fin.