El tiempo de las plantas entraña un engaño, una trampa. Tendemos a pensar en él como algo lento, casi inmóvil; sin pararnos a pensar en cómo funciona todo el proceso.
Y es que vemos el tiempo como algo lineal: pasado, futuro y un presente que siempre acaba de pasar. En esas miramos el tallo quieto, la yema o la hoja que ni se inmutan ante nuestra presencia. Pero la planta no sigue la línea, no tiene un punto que avanza a la meta, sino que se abre, multiplica y su velocidad es otra: geométrica, múltiple, plural.
Bajo el simple tallo que apenas asoma sobre la tierra, cientos de raíces serpentean, horadan y se extienden, acogiendo nutrientes, afianzándose, asegurando el camino para los brotes, los tallos, las flores, los frutos. Y cuando arranca, cuando mueve savia y avanza, no lo hace hacia adelante, sino a todos lados: se expande, brota y fructifica en muchos espacios a la vez, ayudada por ese subsuelo latente, en el que a veces colaboran también otras especies.
Y es ahí, cuando en la suma de camino recorrido, de espacio arraigado, la planta se presenta veloz y eficaz; con una constancia abrumadora y la tenacidad simultánea de cada yema, raíz u hoja, de cada punta de rama, de lanza.