Hace una tres semanas, me pasé por la Xopera, un bosque de ribera alimentado por las aguas del río Magre y el Xúquer. Uno de esos lugares que crecen cerca y apenas vemos.
Comienzo el andar cruzando una frontera de barranco seco y pedregoso, erizado en cañas y ricino.
Al tiempo aparece el camino, amplio y sencillo, de trayecto corto, al menos en una visión lineal.
Y es que muchas veces no se trata de recorrer, de llegar a la meta, sino de perderse: de vagar por sendas entre la vegetación.
Se trata de descubrir, de ver el bosque desde un patrón más cercano a lo que está dentro que desde aquel que viene de fuera.
Entonces aparecen: altos y amplios álamos blancos que silban con los vientos, recios y oscuros olmos, chopos negros, espigados fresnos, plateados sauces y suculentas moreras.
Zarzas, correhuelas y madreselvas marañan lugares, ocultan vías y abren sendas, mientras colonias de eneas, juncos, mentas, narcisos y escrofularias colonizan orillas.
Y todo junto al río, el agua que da vida, porque más allá se acaba, reseca y vuelve el camino, la carretera: lo que ya conocemos.
Es un lugar que tuve el placer de descubrir con más gente y al que habría que volver para perderse más, quizás con el frescor revigorizante del amanecer o en la tranquilidad del final del día.