Jordi contreraS

Evoco contextoS

Cosas de críos

Todo empezó cuando, trasteando fotos viejas, le presentamos a Ángela el cerezo que sus abuelos plantaron al nacer mi esposa. Como era de esperar, la pequeña quería su propio árbol. No le gustaban las cerezas, así que decidimos enseñarle los distintos tipos de árboles y darle un par de semanas para que escogiera su compañero de viaje. Cuatro días después, vino con una de esas sonrisas que salen al descubrir la llave del mundo, nos dijo que había encontrado su árbol, extendió la mano y mostró una pequeña perlita de plástico.

A veces las teorías deben caer por sí solas, dejar que la amarga conclusión brote en uno mismo. Así que un día de buena mañana, salimos a la terraza, plantamos la bolita perlada en una maceta y la colocamos encima del cobertizo que usábamos como trastero. La chiquilla se giró y nos dijo en tono solemne que su árbol se llamaría Fermín.

Imagínate la cara que se nos quedó al ver salir un pequeño tallo carnoso de color grisáceo

Asentamos una escalera para que la pequeña pudiera asomarse a ver a Fermín. Todas las mañanas, antes de desayunar, le daba los buenos días y se despedía de él antes de acostarse. Lo regaba con su cubito de playa y le quitaba las hierbas que crecían alrededor; incluso le hizo un cuadro con macarrones. No podías evitar sorprenderte del nivel de responsabilidad que había adquirido. Y Fermín parecía responder a esos cuidados de forma excepcional.

Cada vez estaba más grande, un día medía un palmo de altura y una semana después sobrepasaba ya el metro. Pero el colmo vino cuando, pasado un tiempo, fuimos incapaces de entrar en el trastero, las raíces habían traspasado el techo, tejiendo una maraña que se hundía en el suelo buscando tierra firme.

Fermín no tardó en hacerse famoso y vinieron expertos sólo para estrellar sus brillantes mentes contra aquel muro carnoso de más de cinco metros de altura. Por si fuera poco acababan de salirle unas curiosas púas de aspecto amenazador, irónicamente blandas, acompañadas de dos protuberancias en la parte superior similares a trompetas de gramófono de color rosado.

A partir de ahí, llegaron las entrevistas, los reportajes, las tiras de humor y todo el ajetreo que hemos llevado últimamente. Hasta que, como reaccionando ante la marabunta, Fermín comenzó a mover sus púas serpenteando ondas hacia las trompetas rosadas que se abrían y cerraban como boqueo de pez fuera del agua. La pequeña afirmaba convencida que estaba hablando con sus “papás”; cosas de críos, pensamos…

No es de extrañar que, ahora, al ver el cielo plagado de esos platillos, no pare de preguntarme por qué demonios no podían gustarle a la chiquilla las malditas cerezas.

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