Desde el porche, observa el espacio de tierra que se extiende hasta el horizonte donde, como cada atardecer, el sol dispara su último destello.
Recuerda cuando reunieron todo cuanto tenían y marcharon hacia el oeste. Cuando condenaron todo lo condenable y siguieron adelante, pese al chocar del nuevo paisaje en el que acabaron curtiéndose. Porque siempre supieron arreglárselas sacando soluciones de la nada.
Y utilizaron esa capacidad hasta aprovechar lo mínimo para sacar lo máximo. Buscaron un espacio como el que dejaron en el este, aunque al final acabaran entablando un diálogo entre lo que fue y lo que ahora es; cambiando la añoranza de lo primero por el orgullo de lo segundo, sin dejar de vincularse con su pasado.
Desde su vieja silla, desdeña la estratificada vida del este, siempre dispuesto a marchar cuando la vida se vuelve más fácil, a la vez que reglamentada y, por ello, paradójicamente complicada.
No obstante, no ve con malos ojos a otros; simplemente quiere su espacio. Quiere su propio mundo para vivirlo como le plazca, desde el que acudir al resto y desde el que vivir, ¿por qué no?, también en comunidad.