En otro lugar habría un trigal, ordenadas columnas de maíz o un mar leñoso coronado de nubes blancas… pero no allí.
Ante mis ojos, bajo un cielo limpio e intenso, se extiende una inmensa planicie cubierta de altas hierbas verdes con la huella hendida de un río. Allá al final, en el reino brumoso del horizonte, murallas de viejos dioses se alzan en paredes de roca escarpada.
Descargo el pesado mazo y el choque resuena por todo el valle. La estaca hiere la tierra afianzándose. Con cada golpe visualizo lo que ha de ser: el cerco para los animales, el huerto, la casa, los establos… incluso el barracón para los posibles trabajadores se yergue ante mis ojos cansados, irritados por el sudor.
Continúo clavando maderas hasta que el cerco queda cerrado y miro con orgullo el trabajo. Allí en pie, apoyado en el mazo, con la brisa enfriando el sudor, pienso en cómo este espacio, por el mero hecho de estar acotado, ha pasado a formar parte de una realidad distinta; una zona estanca, artificial y vacía, donde todo permanece bien atado y solo cabe un único proyecto que hay que proteger.
El sonido del valle llama mi atención, me detengo y observo. Admiro la vasta belleza que me hizo parar de caminar: la tierra, las rocas, el suave rumor del río y el inmenso mar de hierba que ondea en azules mecido por la brisa fresca.
Y pienso que en otro sitio este magnífico lugar podría haber sido un trigal, ordenadas columnas de maíz o un mar leñoso de nubes blancas…
pero no aquí.
Empuño con fuerza el mazo y golpeo de lado a la primera de las estacas que con un crujido comienza a ceder.