Desenfundó con el resorte frío e instintivo de siempre, llevó el pulgar al “clic” limpio y metálico y apretó el índice hasta liberar la bala directa al blanco. Pero aquella vez no fue igual: justo después de escupir su fuego, se arrepintió. Y aunque plegó la parte trasera de su cerebro, tirando de un cable invisible con el que variar la trayectoria, el proyectil atravesó la vida del enemigo. Mas cuando cayó, nada había en aquello que tenía delante que pudiera recibir tal nombre. Por mucho que lo intentó, no consiguió encontrar justificación ni certeza, ni siquiera en el abrigo del whisky. Fue entonces, enquistado en aquella vida, cuando se le atragantó la muerte.