Estamos acostumbrándonos a ser avisados, a la llamada, a que todo cuanto nos rodee nos reclame, nos ofrezca. Vivimos en lo llamativo e incandescente.
Estamos en ello, adaptándonos a ser receptores pasivos, aprendiendo a seleccionar entre una enorme cantidad de opciones. Pero con todo ese esfuerzo y actividad, estamos olvidando la búsqueda activa, la generación de opciones propias y la identificación de intereses reales a partir de lo que encontramos y así decidir qué conseguir o crear.
El mundo en que vivimos ofrece y dispone porque, de momento, es su forma de existir, su respirar, como una marea que nos trae y nos lleva y, en este vaivén, es importante aprovechar la fuerza y vital saber cuándo y cómo navegar por nuestra cuenta.
No se puede estar al margen del ecosistema, pero sí aprender a alejarnos lo suficiente para darnos cuenta de que existe más, aparte de lo fabricado, afuera, sin precio ni oferta ni exclusividad; pero hay que buscarlo e interpretarlo.
A veces se trata de algo tan sencillo y complejo como una roca, un árbol, una piña, un espacio o un paisaje cuya apariencia sorprende con ese asombro del niño, justo antes de crear… Pero no notifica su presencia; hay que buscarlo.
Todo crece: en la Tierra, en un pensamiento, una charla, una idea, una lectura, un buen rato de risas o juego, en el gratificante fruto de un esfuerzo o en la calma de estar quieto en la naturaleza sin esperar nada.
Es posible salirse un momento de los ruidos, las prisas, el ajetreo, como estar bajo el agua, y operar desde allí mientras todo se mueve en lo llamativo e incandescente. Enraizar en la Tierra nos ayuda porque de allí venimos y porque estando en ella se hace más fácil hacer frente a todo cuanto se mueve en el aire.