Jordi contreraS

Evoco contextoS

De visita

La semana pasada estuve por Rugat, en la Comunidad Valenciana. Cuando llegué, escogí una colina que se alzaba ante mí justo desde donde estaba y me dediqué día a día a entrar en ella por la mañana, hasta que el sol se erguía fuerte y regresaba para continuar el día con los míos.

La colina se alzaba erizada de pinos en una ladera descarnada, en verde vivo y tierra rojiza, de la que no podía verse la cima, sobre una base armada de bancales: muros de piedra con tierra ganada a la ladera para cultivos, ahora abandonados.

En mi primer desembarco a Normandía, traspasé esas barreras y continué hacia arriba, en línea recta, hasta que la acción humana quedó atrás.

Entonces, muros de piedra, pinos, olivos y algarrobos, desaparecen del paisaje dando paso a un mar de coscojas entre islas de piedras grises calcáreas repletas de oquedades de agua pasada.

Al llegar a la cima, se ve cómo aquella pequeña montaña no es más que el inicio y cómo toda una sierra se alza en el horizonte.

Al descender, me doy cuenta de que ya no hay rastro de mi desembarco inicial: camino como invitado: la coscoja es una planta que enfrentada pincha, clava y agarra, pero que pasada con delicadeza, cede y se aparta, mostrando al final la senda.

El resto de días, continúo visitando la colina, rodeándola, caminando por sus laderas, en la solana o la ombría y cada vez se presenta como más conocida y cercana. Me interno en su zona sin hambre de distancias, tiempos ni itinerarios.

Me gusta ir así por el monte, como un elemento más del medio, a espensas de seguir por donde me pida el cuerpo y me permita el entorno.

Entonces veo un lugar similar a la tierra y resina de casa, pero a la vez distinto. Veo altos pinos rojos, la omnipresente coscoja erizada, abundante lentisco, espino negro de costillas grises, esparraguera de bosque perlada de frutos y enhiestos y abundantes raïms de pastor o uñas de gato que se alzan como «sagradas familias» con la garra final en luminoso amarillo.

En las partes menos accesibles, agachándome, girando y zigzagueando: zarzas espinadas, lianas intrincadas y la exhuberante y frondosa maquia mediterránea: amalgama vegetal que toma la forma de un ente propio.

De vez en cuando, entre la vivaz maraña verde-parduzca, se abren magníficas ventanas que muestran lo que hay en aquel mundo exterior, que se encuentra en realidad apenas a un centenar de metros.

Abandoné finalmente mi colina con la sensación de haber recorrido un lugar familiar y a la vez nuevo. Como siempre que voy De visita, me llevé mucho para mí y quité algo de lo que no debiera estar; no demasiado, ya que voy sobre la marcha, lo suficiente para asegurarme que lo dejé mejor que como estaba al llegar por primera vez.

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