Hace un tiempo fui a los sures, a la arena seca y el sol de Almería.
Y al acercarme ya se notaba cómo algo cambiaba. En el horizonte los gigantes arbóreos eran sustituidos por las terrazas acojinadas y dispersas de las piteras, mientras las plantas se hacían más grises y las hojas más pequeñas, punzantes y carnosas
Sin duda entrabas en otro medio, pero si algo buscaban los ojos y la mente era el desierto: ese espacio árido, hostil, frío y abrasador, de arena y roca escarpada.
Y el caso es que allí estaba, a lo lejos, emergiendo a veces, engullido otras, entre plásticos, pueblos y carreteras, entre coches y toda la gente que andábamos por ahí.
Encontré una senda. Una que se alejaba del jaleo y que bajaba internándose entre la arena grisácea de las montañas, donde parece que no hay nada y sin embargo algo crece.
Carreteras, carteles y coches quedan atrás, a lo lejos, y todo cuanto hay ante mí es arena y roca escarpada.
Al menos al principio, porque cuando te haces al medio empiezan a aparecer las plantas, auténticas colonos de un medio en el que es difícil sobrevivir. Y aún así pueden, y dan gris, verde y puntos de intenso color amarillo.
Entonces llego abajo del todo, rodeado por montañas áridas y aparece toda esa vida fronteriza, allí donde hasta algunas construcciones aguantan esqueléticas, en ruinas…
Y resulta que en ese lecho, ese canal seco por el que torrentea el agua cuando a la esquiva lluvia le da por caer, crece algo más alto que un matorral. Enhiesto, visiblemente en guerra, pero vital.
Y regreso de nuevo por las sendas de roca y arena, de plantas grises de hojas pequeñas, punzantes y carnosas, y emerjo a los carteles y las carreteras.
Y allí, entre la tierra y la pólvora, me quedó muy claro el por qué hubo gente fascinada por este medio, por qué disparó su creatividad. Y me vinieron a la mente, a la vez, un Leone y un E. Abbey, y la clara idea de que todo paisaje natural es impresionante.
Listo para volver a casa.