Ante el parpadeo de pantalla o el abrir de libreta, te encuentras cara a cara con la página en blanco. Y no sé si porque queda muy bien así o por qué, pero ese espacio se te antoja más vasto que el océano e imposible de abordar.
Así que, como con cualquier adversidad, pensamos formas de evitarla, de hacerle frente o acabar con ella.
Aprendemos rituales mágicos que nos aseguren evitar el parón, arrollar el bloqueo, consiguiendo por fin poder escribir lo que realmente tocaba.
Y resulta que cuando sabemos los trucos para burlarla, cuando hemos pasado una cantidad considerable de tiempo pensando contra ella; entonces nos damos cuenta de que no se trata de evitarla, combatirla o plantarse frente al bloqueo hasta que algo ocurra, sino que al final descubrimos que la página en blanco es espacio libre, sitio para jugar, para llaves, círculos, tachones y flechas, que no hay reglas porque ya no hacen falta y que tres líneas en sentido contrario no hacen sino más interesante el texto final.
Porque después, con la tinta ya seca, es sorprendente cómo ese caudal de palabras tiene más fuerza en conjunto de lo que hubiera tenido el texto predestinado; cómo, una vez pulido, acaba por quedarse y te das cuenta de que en realidad no ibas tan mal.